No hay razones. No hay explicaciones. Solo el peso de la nada, envolviéndote como un sudario.

Dicen que el tiempo lo cura todo, pero el tiempo solo prolonga lo inevitable. Aprendes a fingir, a modular la voz, a sonreír con la precisión de un actor consumado. Aprendes que las palabras no importan cuando nadie está dispuesto a escucharlas. Que los gestos se vacían cuando nadie se molesta en descifrarlos.

Y un día llega alguien. Alguien que mira más allá del disfraz, que se da cuenta de que detrás de cada "estoy bien" hay una verdad que duele demasiado como para ser dicha en voz alta. Alguien que, por un instante, hace que todo el dolor valga la pena. Que te hace creer que, quizás, solo quizás, hay algo más allá de la rutina del sufrimiento.

Pero la felicidad es frágil. Y la vida es cruel.

Cuando te lo arrebatan, cuando se lo llevan sin previo aviso, te das cuenta de que estabas en lo cierto desde el principio. No importas. Nunca importaste. No queda nada. Solo el eco de una promesa rota y la absurda obligación de seguir adelante cuando todo en ti grita que te detengas.

Y entonces lo piensas.

Una vez.

Otra vez.

Cada día.

Hasta que ya no es solo un pensamiento. Hasta que se convierte en una decisión.

Porque al final, cuando nadie te espera, cuando nadie te busca, cuando nadie nota la diferencia entre tu presencia y tu ausencia... ¿qué más da?