
El palacio de Castelfiorentino se alzaba majestuoso sobre la colina, dominando con su imponente silueta la ciudad amurallada que se extendía a sus pies. Entre sus muros dorados y tapices lujosos, latía un corazón de secretos, de intrigas susurradas en corredores oscuros y promesas selladas con miradas furtivas. Aquella era la corte del rey Lorenzo I, un mundo donde las apariencias dictaban la realidad y las palabras nunca significaban lo que pretendían.
Isabella, una simple sirvienta, recorría los pasillos con la discreción de una sombra. Su presencia era insignificante para los nobles que conspiraban a su alrededor, y precisamente por ello, lo escuchaba todo. Pero Isabella tenía un don, uno que ni ella misma entendía del todo: podía escuchar los pensamientos de los demás, como un murmullo constante que se filtraba en su mente sin que pudiera evitarlo.
El descubrimiento de su extraña habilidad llegó de manera silenciosa, como una brisa que se cuela por una ventana entreabierta. En un principio, creyó que se trataba de meras intuiciones, pero pronto comprendió que los pensamientos de la realeza le susurraban sus verdades más oscuras. Aquellos que caminaban con rostros serenos ocultaban deseos de traición, los labios que sonreían ocultaban veneno, y los ojos que prometían lealtad, en su interior, clamaban por el trono.
El don que Isabella poseía podía ser una maldición o una bendición, dependiendo de cómo lo usara. Mientras observaba a la reina Elena deslizarse por los pasillos con la gracia de una pantera acechando a su presa, y al duque de Foscari maquinar en las sombras, supo que su vida nunca volvería a ser la misma.
Pero el conocimiento es un arma peligrosa, y en una corte donde las lenguas afiladas cortan más que las espadas, Isabella debía elegir con cuidado a quién escuchar... y a quién temer. Mientras el trono tambaleaba bajo el peso de conspiraciones y ambiciones desmedidas, una cosa quedaba clara: los pensamientos de la corona eran un tesoro demasiado peligroso para permanecer en manos de una sirvienta.
La pregunta no era si Isabella podría sobrevivir a los susurros que inundaban su mente, sino cuánto tiempo podría mantenerlos en secreto antes de que la corte descubriera su don... y la silenciara para siempre.